Redefinir el mar implica, sin dudas, redefinirse. Siempre dije que acá se despliegan las crónicas de aquellos desdichados que esperan hasta las cuatro de la mañana para irse a pernoctar al albergue transitorio vecino. Pero son casi las cinco menos diez y ella entra al barcito de la YPF. Ella, mi amor imposible. Cecilia. Y entra sola.
De repente, mi corazón es demasiado grande para las modestas dimensiones de mi pecho y, con cada latido, me empuja las costillas para afuera. Con cada paso que ella da hacia el mostrador, sola, por primera vez sola, aparece un amigo dándome ánimos.
–¡Vamos, viejo!- alienta el primero.
–Está bárbara, tenías razón. ¡Vamos Donato, viejo y peludo! ¡Vamos que vos podés!- apoya el segundo.
–Suerte.- anima el tercero. El tercero es Facundo, un pibe de pocas palabras pero buen pibe.
–¡Póngale huevo mi querido Donato, porque si no la agarrás yo te mato!- tararea el cuarto.
El quinto se le suma y levanta la mano mientras canta. –Olé olé, olé olá, Donato hoy va a ganar. Olé, olé, olé olá, Donato hoy—
Pero mi corazón da otro burdo latido y le pego sin querer un costillazo. Cae desmayado al suelo. Y ella no deja de venir hacia mí mientras el mundo de la música se conmociona al enterarse que los míticos Simon & Garfunkel se reconcilian en un barcito de una YPF en la Argentina a las cinco de la mañana de un domingo, nada menos que con la hermosa canción
Cecilia. En medio de este desconcierto, ella me dice algo pero no logro escucharla. Después de todo, el barcito está lleno de amigos míos cantando canciones de cancha, de científicos perplejos por mi corazón gigantesco, por paramédicos atendiendo a mi amigo desmayado, por Simon & Garfunkel que ahora pasaron a tocar
Mrs. Robinson entre los flashes de los fotógrafos y las preguntas ansiosas de los periodistas que no tienen el decoro de esperar a que termine el recital y algún que otro gritito histérico de unas señoras de cincuenta y tantos años y, finalmente, los de Guiness que quieren medir mi corazón para incuirlo en su lista de récords.
–Pastillas de frutilla.- repite ella, con esa voz tan dulce que podría derrumbar a una ciudad entera.
Sonrío. –¿Te gustan?
Ella me mira. Yo quiero tomar veneno, quitarle el seguro a quince granadas y ponerlas en mis bolsillos para acostarme debajo de una guillotina. Cecilia, en cambio, frunce la nariz. –Sí, me gustan. Ese el fin de comprar algo, ¿no?
–Es que no puedo… Es que siempre comprás…- balbuceo- Pero nunca...
–¿Nunca qué?- ayuda ella, y creo amarla por eso.
–Nunca viniste sola.- completo.
Cecilia sonríe y señala a un coche en la estación de servicio. –Hoy salí con las chicas.
Individualizo el coche y asiento con la cabeza. –Ah, bien, muy bien. ¿Por dónde?- pregunto. Ella me dice el nombre del bar y la mitad de mi cerebro me sugiere contarle que no sé dónde queda y la otra mitad me recomienda decirle que sé cuál es, porque para una mujer como ella un hombre sin experiencia, sin noche, no es hombre. Como siempre me pasa cuando estoy nervioso, escucho al lado más imbécil. –Ah, lo conozco. Está bueno.- miento.
–Ah, ¿sí?
–Sí. ¿Y la pasaron lindo?- desvío.
–Sí, pero había que cargar gas y, bueno, pastillitas de frutilla.
–Pastillitas de frutilla.- repito, sonriente, con todo mi instinto, desde adentro, pateándome la boca para adelante, para besarla.
Ella gira hacia la estación de servicio. –Creo que ya terminaron.
–Ya terminaron, sí…- confirmo. Por dentro me estrangulo gritándome que soy un imbécil, que como no sé qué decir me limito a ser el eco de sus palabras.
Cecilia guarda las pastillas en su cartera. –Bueno, nos vemos.
–Nos vemos.- digo, atrapado en un espiral de ecos.
–Nos vemos, Donato.- agrega, hermosa.
–Cecilia…- me apuro a despedir.
Y se va, llevando por los hombros a mi alma. Paso el trapito por el mostrador cuando la certeza me llega tarde, traicionera y dolida. El bar al cual había ido ella queda a treinta cuadras. Hay seis estaciones de servicio entre ahí y acá. Simon & Garfunkel tocan ahora
The sound of silence. Apropiado.