Su rostro entero es una represa. Tensionado cada músculo. Los labios tiemblan. Sus ojos están abiertos para poder ver dónde está, sentada sola en un barcito a las cuatro de la mañana, para poder ver que ese no es un buen lugar donde llorar.
Una lágrima desvirga a su cara. Su caricia es incierta, con la duda propia de una amante primeriza. Pero pronto el candor es eliminado por una mano rápida y fría, una mano que comprende que debe eliminar todo rastro de esa lágrima para no incitar a otras.
La mujer permanece en silencio. Toma un trago de su café. Pierde la mirada en la ventana. Alrededor suyo parejas se besan y acarician y bostezan. Un hombre traza pequeños círculos sobre la mesa con su dedo mayor. Se pasa la lengua entre los dientes hasta chasquearla contra su paladar. –Pobre.- dice.
–¿Quién?- responde su novia.
Él levanta la mirada para señalar a la mujer con la cabeza.
Su pareja gira, sentada. La estudia de arriba a abajo con la mirada. Vuelve hacia su novio. –Pobre.- repite.
–Me da cosita. Siempre me dio cosita ver una mujer llorar.- dice él. Ahora traza círculos con sus uñas, desplegando sus dedos al fin de cada uno. Baja la mirada. Detiene la mano. –Me dan ganas de abrazarla.
–Y a mí me dan ganas de irme.
–No seas tonta.
–No somos pichoncitos con el ala quebrada que sólo podemos remontar vuelo estando en la mano de un hombre.
Él levanta la mirada. –¿Y eso de dónde salió?
Ella se encoje de hombros y mira hacia otro lado.
–No es eso.- insiste él- Sólo, no sé, me da ternura.
–Sí, ternura. Justo eso es lo que te da.
Él se pasa una mano por la cara. –¿De qué hablás?- refunfuña, con esa mezcla de necesidad y odio de quien necesita escuchar lo que supone.
–Nada.
–Nada. Eso es. Me da ternura. Pobre, ahí, sola, a las cuatro de la mañana. A punto de llorar.
La mujer toma un trago de gaseosa. –Dejala ahí.
Él suspira.
Ella levanta sus cejas y en esa mínima acción hay una caravana de reproches. Quiere gritarle que son las cuatro de la mañana, que ella quiere ser la protagonista, que qué anda mirando a otras, que deberían haberse quedado más tiempo bailando en vez de ir a esperar en un barcito al lado de una YPF. –Dejala ahí.- simplemente dice.
Él traza círculos sobre la mesa con su dedo mayor. Se suena el cuello. En esa acción se esconde un desfile de protestas. Quiere retrucarle que es una estupidez que compita con esa mujer, que hay maneras más apropiadas para contestar, y más aún a esa hora de la noche donde del cansancio al odio hay tan sólo un paso. –La dejo ahí.- repite él.
Nadie musita siquiera una palabra. Él traza círculos sobre la mesa con su dedo mayor. Ella toma un trago de gaseosa. Y la mujer, a unas mesas, amputa a su segunda lágrima. Los tres permanecen suspendidos en sus propios silencios.