domingo, 30 de diciembre de 2007

Sólo.

La voz de una mujer despunta entre los bostezos, las cucharitas que golpean contra las tazas de café y el tic tac del reloj que viste todas las miradas del lugar. –Sos un asco.- opina ella.
El hombre se incorpora en la silla. –¿Un asco yo?- se indigna- ¡Claro, claro…! Yo soy un asco. Claro. El asco soy yo.- repite, cambiando el orden de la frase al no saber qué responder pero al encontrarse en la necesidad de decir algo.
–Sí, un asco.- insiste la mujer.
El hombre golpea a la mesa con un sobrecito de azúcar mientras busca las palabras adecuadas. –Claro, claro… yo, un asco.- reitera, infértil en inspiración.
–Sí, vos. ¿O ahora me vas a decir que soy yo?
Él deja el sobrecito con los otros. –¿Y qué querés que te diga…? Si a vos nada te calienta.- retruca.
Ella lleva una mano a su cuello para agarrar al grito antes que se le escape. Logra atraparlo entre sus dedos cuando ya estaba a punto de estallar en insultos en su garganta. Desliza su mano por el cuello, hacia abajo, hasta su pecho, y, desde ahí, habiendo atrapado al grito entre sus costillas, deja la mano sobre la mesa. Suspira, diplomática. –Es que a vos se te ocurre cada cosa…
Él vuelve a agarrar el sobrecito de azúcar. –¿Cómo qué?- pregunta mientras golpea con el mismo a la mesa- A ver… Decíme. ¿Cómo qué?
–Como lo de los dedos.- individualiza ella.
Frunce el ceño. –¿Qué dedos?
–Los dedos. De mandarme un mensajito de texto diciéndome que todavía sentís mi olor en tus dedos.
El hombre estrangula al sobrecito de azúcar en su mano. –¿Y qué? Medio mundo hace eso. ¿O no te parece, no sé, caliente, íntimo, no sé, que yo esté con—
–Es un asco.- interrumpe ella- Me mandás el mensajito una semana después de haber tenido sexo. ¿No te lavás las manos…? ¿O insinuás que tengo mucho olor?
Él sonríe. –Pero—
–Pero nada.- apura ella- O meterme la mano entre las piernas sin siquiera besarme el cuello o decirme chanchadas de la nada y esperar que yo me caliente con eso. Y no. No. Tenés que entender que cada cuerpo tiene su lenguaje.
El hombre aprieta el sobrecito de azúcar. –¿Y qué te dice tu lenguaje?
Gira hacia el reloj. –Que para estar a las cuatro menos cuarto en el barcito de una YPF con vos estoy desesperada.
El hombre deja el asesinado sobrecito de azúcar con los otros y se levanta. –Bueno, vamos entonces.- resigna.
–¿A dónde?- dice la mujer.
–Te llevo a tu casa.
La mujer, aún sentada, lo agarra de la mano. –Seamos honestos. Los dos estamos desesperados. Ya casi son las cuatro.
El hombre asiente con la cabeza. –¿Qué proponés?
–No hablar y sólo gemir.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Otra vez.

Son poco máas de las tres y media de la mañana y ella lo dice por cuarta vez. –No me vas a filmar.
Él deja el celular con camarita sobre la mesa. Entrelaza sus dedos con los de ella. –Pero pensé que—
–Pensaste mal.- interrumpe la mujer.
El hombre suspira y lleva la mano de ella hasta sus labios. Le besa cada nudillo mirándola a los ojos. –¿Puedo saber por qué no?- insiste.
Ella se echa hacia atrás, sin soltarle la mano. Suspira. –Wanda Nara.- desliza apenas, como si con la mención de ese nombre se volviera claro su argumento entero.
Y así es nomás. El hombre entendió. Desvía su mirada hacia la ventana y hacia la calle, vestida de noche y de coches que vomitan un reggaeton ridículamente fuerte. Se pasa la lengua entre la juntura de los dientes. –No voy a subir el video a la Internet.
–Nunca se sabe.- sostiene ella- Le pasó a Wanda Nara y a esa París Hilton.- amplía, para tomar un sorbo de café- Ah, y a Pamela Anderson.- agrega, dejando la taza sobre el platito.
El hombre le vuelve a besar los nudillos. Oculta la sonrisa. El sinvergüenza oculta la sonrisa. Quiere decírselo. Quiere decirle que la gordita esa con la que está no tiene ni un codo, ni un dedo, parecido a aquellas bestias engendradas por un Dios lascivo y por unas cuantas cirugías estéticas. Pero, con diplomacia, calla el comentario y sigue besando sus nudillos. Parece aceptar la fealdad de su compañera, y la propia. Pero, por algún motivo, parece que lo que no está dispuesto a aceptar es aquella negativa. Sigue besando sus nudillos. Lo hace ahora con la compenetración suficiente como para justificar su demora. Pero piensa. Entre beso y beso el hombre piensa. Se nota que se está reagrupando bajo otro estandarte. El tipo pasó la pelota para atrás. Y no lo hizo por cansancio o porque no se animó a enfilar hacia delante. No, viejo. El tipo la pasó para atrás para frenarla, recambiar el aire, ver la cancha entera y definir la jugada.
La mira a los ojos. –Con esto estás diciendo que no confiás en mí.- lanza.
El torpedo estalla dentro de las costillas de la mujer. –No, amor—
–No confiás en mí. Es así.- insiste, soltando su mano y perdiendo su mirada en la calle.
Ella busca nuevamente entrelazar sus dedos con los de él. –No es así. Es que me da cosita.
El hombre la mira a los ojos. Vuelve a besarle los nudillos. Suspira. Teatral el muchacho. –Siempre va a haber cosas que nos den cosa.- postula, con una elección de palabras algo chapucera- Pero la idea es hacerlas juntos. Entre nosotros. Para nosotros.- agrega, levantando un poco la puntería.
–No sé…- flaquea ella.
El hombre sonríe. –Aparte sabés que yo no… que… bueno… que lo mío no es algo para estar orgullosos…
–Ay, tonto.- ríe ella.
Otro nudillo, otro beso. –No me voy a quemar en Internet.
Ella mira su reloj. Él la imita. Yo también. Son las cuatro de la mañana. Como con un acuerdo implícito los dos se levantan de la mesa. El resto de las parejas empiezan a pararse también, rescatadas del fastidio de la espera. La mujer agarra el celular con camarita de la mesa. –Prometeme que sólo vamos a ver el video nosotros dos.- pide ella.
Él la besa, pero esta vez en la boca. –Lo prometo.- le dice para agarrarla de la mano y caminar los dos hacia la puerta. Y así es nomás cómo la habitación de un telo va a ser habitada, otra vez, por gemidos y mentiras.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Esperando el pernocte.

Yo, que he visto en lo profundo de la miseria y de la virtud humana, yo que he descubierto al aburrimiento y al deseo agarrados de la mano, yo que atiendo al barcito de una YPF que está al lado de un telo, yo, digo, he visto todo.
Y cuando digo todo, créanme, digo todo.
Las parejas esperan acá, desesperadas, a que el reloj dé las cuatro de la mañana. Sus conversaciones insostenibles se invaden de bostezos. Sus caricias ya los molestan. Pero siguen acariciando al cuerpo del otro, toscos, aburridos. Creo que lo hacen para mantener el ambiente. Si me preguntan a mí, no sé qué ambiente pueden mantener en el barcito de una YPF. Muchos se quedan dormidos esperando, sin ir más lejos. Y mejor tampoco vayamos más cerca porque esos dos gordos putos me están mirando con cariño.
Sí. Dos gordos putos. Nunca una pareja de lesbianas suizas dolorosamente atractivas puede mirarme con cariño. No. Tienen que ser siempre esos dos gordos putos. Jetones, encima. Pero, bueno, calculo que es lo que me corresponde. Si yo tuviera simetría en la cara o en las ideas no estaría atendiendo un barcito de una YPF a las tres de la mañana los fines de semana.
No estaría viendo cómo las parejas miran, con fingido disimulo, a otras parejas, deseando y apiadándose de lo que no tienen. No estaría observando con atención. No estaría recompilando sus historias. Porque este, damas y caballeros, es el diario del peor momento de dos personas. Tres, si la hicieron bien. Este es el diario de aquellos pobres desgraciados que esperan al pernocte. Estas son sus historias.
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